noviembre 26, 2006

Cómo



Cómo


Me muero de hambre pero me duele más morirme de viajes, morirme de fiestas, de conciertos y de amigos. Muero de soledad. Nadie me presta la suya. Si algo se mezquina con vehemencia en la ciudad es la soledad. Nadie quiere, después de quedarse solo, caer en el desamparo, en el aburrimiento. Por eso estoy sentado a la puerta del templo mundial del banco más antiguo, dispuesto con mi mejor traje celeste y mi jarro de acero real argentino a la espera de un milagro que me quite toda esta infamia en las canas.

Ya malvendí mis piernas. Una fue a parar al norte de la ciudad, supe que la exponen en una muestra de arte moderno en la recoleta. La otra, la izquierda, anda por el sur, por el bajo de San Telmo. Seguro que juega a las escondidas en el mercado de pulgas. Cada uno de mis dedos fue fumado por un acreedor distinto. El codo y el hombro se echaron a perder en una carnicería del centro: se aqueresaron. Al fin, mis orejas se perdieron en algún renuncio que no recuerdo.


Molido por la patota de los sueños casi me quedé sin columna. Me faltan tres costillas y un riñón. Hubo alguien como yo, sin traje, al que le regalé un pulmón y el apéndice que no sirve para nada. Di cada una de mis escaleras y precipicios. El poder del faro y la seguridad de mis sistemas. La liquidez de mis babas y la solidez de mis principios. Cada fragmento de memoria y de desgracia fue arrancado y vendido o regalado a extraños. La dureza, en cambio, no la pude destripar. No ha querido llevársela nadie. Al principio me alarmó la situación, no comprendía como en un mundo de durezas y rigideces desdeñaran semejante oferta. Yo tengo una dureza grande, del tamaño de un adoquín. "Llévense la dureza, ¿nadie quiere esta dureza?" Que raro... De bronca regalé lo más desquiciado, lo algo muerto y lo más loco. Junté cada centímetro de blandura, la junté con cuchara y la metí en un frasco de diamantes. No es broma: recolecté casi dos kilos líquidos. Para mi asombro la blandura se vendió bien ya que nadie permitió que se la obsequiara.

Yo sabía que cuando llegara a los huesos se armaría un escándalo. Que me escupirían, me llevarían preso y hasta los perros mojarían mi esqueleto. Pero no, a pesar de verse claramente el misterio de mi vida nadie operó su mirada al pasar frente mío. Todos los pecados y los engaños son decoraciones de las piezas óseas. Es un nido de maldades y traiciones. Se ven sin lupa, desnudas andan las miserias mías.


Ni el loco "aquí", ni el tuerto "donde" y ninguno de los otros sobrehirvientes se inmutó ante mis huesos secos. Porque ya no son estopa ni resaca. Son estaca como palos a punto de pulverizarse. Un pájaro incomprensible y extraño se posó en al clavícula sana y al picar suavemente la mandíbula caída me nació una esperanza en forma de remera blanca, blanca luz. Ahora ya no tengo más frío de primavera ni de soledad, ni de amor.
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Marcelo Meza - 1 de febrero de 2005 - Derechos reservados 2006
Ilustración Brom

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