noviembre 27, 2006

Conejo - Abelardo Castillo



Conejo

Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6


No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.

A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.

Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.
Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.

Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es nada linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y...
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LOS MUNDOS REALES, Alfaguara ©1966, 1976, 1992, 1997 - Abelardo Castillo

noviembre 26, 2006

Cómo



Cómo


Me muero de hambre pero me duele más morirme de viajes, morirme de fiestas, de conciertos y de amigos. Muero de soledad. Nadie me presta la suya. Si algo se mezquina con vehemencia en la ciudad es la soledad. Nadie quiere, después de quedarse solo, caer en el desamparo, en el aburrimiento. Por eso estoy sentado a la puerta del templo mundial del banco más antiguo, dispuesto con mi mejor traje celeste y mi jarro de acero real argentino a la espera de un milagro que me quite toda esta infamia en las canas.

Ya malvendí mis piernas. Una fue a parar al norte de la ciudad, supe que la exponen en una muestra de arte moderno en la recoleta. La otra, la izquierda, anda por el sur, por el bajo de San Telmo. Seguro que juega a las escondidas en el mercado de pulgas. Cada uno de mis dedos fue fumado por un acreedor distinto. El codo y el hombro se echaron a perder en una carnicería del centro: se aqueresaron. Al fin, mis orejas se perdieron en algún renuncio que no recuerdo.


Molido por la patota de los sueños casi me quedé sin columna. Me faltan tres costillas y un riñón. Hubo alguien como yo, sin traje, al que le regalé un pulmón y el apéndice que no sirve para nada. Di cada una de mis escaleras y precipicios. El poder del faro y la seguridad de mis sistemas. La liquidez de mis babas y la solidez de mis principios. Cada fragmento de memoria y de desgracia fue arrancado y vendido o regalado a extraños. La dureza, en cambio, no la pude destripar. No ha querido llevársela nadie. Al principio me alarmó la situación, no comprendía como en un mundo de durezas y rigideces desdeñaran semejante oferta. Yo tengo una dureza grande, del tamaño de un adoquín. "Llévense la dureza, ¿nadie quiere esta dureza?" Que raro... De bronca regalé lo más desquiciado, lo algo muerto y lo más loco. Junté cada centímetro de blandura, la junté con cuchara y la metí en un frasco de diamantes. No es broma: recolecté casi dos kilos líquidos. Para mi asombro la blandura se vendió bien ya que nadie permitió que se la obsequiara.

Yo sabía que cuando llegara a los huesos se armaría un escándalo. Que me escupirían, me llevarían preso y hasta los perros mojarían mi esqueleto. Pero no, a pesar de verse claramente el misterio de mi vida nadie operó su mirada al pasar frente mío. Todos los pecados y los engaños son decoraciones de las piezas óseas. Es un nido de maldades y traiciones. Se ven sin lupa, desnudas andan las miserias mías.


Ni el loco "aquí", ni el tuerto "donde" y ninguno de los otros sobrehirvientes se inmutó ante mis huesos secos. Porque ya no son estopa ni resaca. Son estaca como palos a punto de pulverizarse. Un pájaro incomprensible y extraño se posó en al clavícula sana y al picar suavemente la mandíbula caída me nació una esperanza en forma de remera blanca, blanca luz. Ahora ya no tengo más frío de primavera ni de soledad, ni de amor.
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Marcelo Meza - 1 de febrero de 2005 - Derechos reservados 2006
Ilustración Brom

noviembre 16, 2006

Artículo diferente - Macedonio Fernandez


Articulo diferente

En los días en que toda la literatura es: "Señor, habiéndose derretido la ley de alquileres, prefiera usted, desde hoy, en esta su casa por ésa mi casa, pagarme 80 pesos más, etc.", me dirigí a "Martín Fierro" pidiéndole me aumentaran espacio para los escritos. Con tal mala suerte que se me contestó mandara sólo artículos cercados o sea contenidos por un cerco y que tuvieran la solución cerca, y, además, que ocuparan un solo lugar. De modo que no he podido saber qué gusto tiene un aumento, cuando toda la población lo sabe. La comunicación de los directores no dice si avisarán cuando estén de mejor humor; no usan postdatas que alegren. Si insisto me van a prosperar hacia la calle.

Así que, estimado lector, hoy no publico más que la mitad de lo que se ve aquí.


Toda persona que haya estado en este mundo sin techo y con moral, redondo en esta semana y que no sobra por ningún rumbo, habrá redondeado, en día de soberbia, el pensamiento de haberle tocado sólo a él nacer del lado en que las tortitas tienen azúcar, que es frente mismo adonde sobresale la manija del planeta que "gira alrededor de sí mismo" si pudiera yo girar en torno de mí mismo me repasaría la espalda del sobretodo al retirarme de cada pared; y viendo que este mundo no es como los días jueves que alcanzan para todos, sino corto, de economizar, que se consume por donde lo gastan, disfrutándolo el que llega primero que no son todos tendería su mano afanoso a dicha manivela en procura de dirigir el globo hacia donde él está; si bien esto es algo imposible en mecánica estricta hallándose la persona y el mango en un mismo sistema de coordenadas. Pero las "recomendaciones' son la genuina cuarta dimensión que se busca, y en mecánica laxa, interesándose personas de influjo se le cepillaría la incongruencia a mi proposición. Un sobreviviente de las conferencias de Einstein me garante que esto es todo lo que le entendió; me confesó dicho amigo que él asistía con el plan de entender; de modo que no hay nada que dudar en el asunto; ni se puede discutir cuán enojoso habría sido para Einstein conocerle semejante plan. Sigo aquí porque es donde debe continuar un artículo diferente.


Siendo esto así y lo demás de otro modo, es casi seguro que las continuaciones alargan los artículos y también que todo hombre creyó alguna vez tener en su poder la manija de este quejadero redondo y que no hay en Buenos Aires esquina tan larga que permita esperar en ella todo el tiempo necesario para catalogar cuantos proyectos se le ocurrirían a tal hombre de lo que haría y desharía con el mundo, en que nosotros estábamos tan tranquilos. De mi sé decir suerte que me tengo ahí hoy y aquí; sino no sabría nada de lo que piensa una persona en tal emergenciaque hallándome en esa afortunada prerrogativa imprimiría a dicha manivela impulsión tan brusca y bajo tan exquisito cálculo de direcciones, que saltarían del planeta las 298 morales, las 1.413 religiones, las 921 superioridades de raza y nacionalidad, y los 198 motivos de envanecerse de haber nacido en algún punto (¡qué trabajo me dio formular tantas cifras variadas, sin repetir centenas ni decenas!), cuyas despedidas entidades encontrándose y fundiéndose compusieran un grumo que tapara el agujero de entrada al mundo de la infatuación y la mala voluntad.


Ahora, considerado lector, espérame en esta esquina, que vuelvo enseguida: tan pronto como me haga millonario y haya entendido al tiempo como forro del espacio, según Einstein... Si tardo más de lo imputable a estos motivos, será porque estaré buscando el farol de nuestra ciudad a cuya luz sea fácil comprender por qué razón hemos creado una civilización de privados sexuales, de prohibidos; tardando todavía será que mi solapa está en manos de un partidario de Debussy frente al Odeón, o porque estoy pasando lentamente de la teoría luética a la parasitosis, como nuestro genial clínico, o porque estoy frente a la bobería en mucho bronce de Rodin, procurando adivinar en qué piensan los músculos del "Pensador" (¿es Dempsey o no es Dempsey? Los pensadores son más friolentos; éste se saca la ropa para poder pensar).


En fin, en un país de pastores, con diez generaciones de dieta cárnea, en que se permite comer remedios y se prohibe comer carne, hay mil motivos de entretenerse con tal que uno no se entretenga delante de una vidriera de frigorífico, quizá porque éstas, afiebradas por el tráfico, han dado también en atropellar.
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Macedonio Fernandez - Derechos reservados © (1874-1952) ("Martín Fierro", 1925)

noviembre 09, 2006

AQUí


AQUÍ

"Aquí - dije. Dejó que la ayudara a levantarse y luego arrancó
la mano, se apartó de mí.
-No me toques. No te acerques. -Aquí - repetí, y
caminé cuesta abajo hacia donde la duna se curvaba con el claro de luna, bajaba
en el viento y ya no era duna sino playa."

Theodore Sturgeon, "A Sourcer of Loneliness."


-"Aquí"-.

-¿Cómo? -.

-"Aquí"- . Señalando una parte de su cuerpo, una generalidad. Como si ya lo hubiera dicho, tantas veces, con lujo de detalles, no soportando nueva explicación, a ella, que no cabían dudas, ya se lo había comentado.


Pero ella estaba sorda, no podía escuchar, a menos que se le gritara. Se había criado en un mundo de gargantas coléricas, de ruido contagiado, donde el silencio era un castigo, quizá la muerte.


Así andaba, con su sordera histórica y su sonrisa comercial, sin poder discernir lo que los otros decían, sin escuchar ni oír. Y, aunque su aparato auditivo se encontraba en óptimas condiciones, era común no importarle más que el sonar de su voz, su propio alarido seco que en el mejor de los casos hacía callar al aturdido vecino. Ni las señas (no tenía tiempo), ni los códigos temporales (le dolía la cabeza), ni los códices y gestos (enigmas de pupilas) podría interpretar. No sé, si hubiera estado en su voluntad quizá podría entender algo, pero el querer es pariente del deseo, y francamente no tenía tiempo para ello tampoco.


Entonces, al tropezarse con aquel mamotreto, un loco (falta que le hacía), con la difícil vida que llevaba -vivir en la Capital Federal, en el micro centro de la ciudad porteña, no le hacía ninguna gracia- (como cuando vivía en New York o en Madrid, algo de las grandes ciudades atraía su atención, infectándole la fiebre), perdía la paciencia; se derretía.


-"Aquí"- le señalaba el astronauta, una sola palabra.


Justo a ella, tan ocupada siempre en otra cosa. Iba camino al barrio y después al estudio de abogados; claro, su trabajo se relacionaba con gente que hacía trabajo de robots, convirtiéndose así en humanos que hacen trabajos de máquinas con defectos de máquinas, con jornales infra-humanos y con expectativas de relojes suizos. Detrás de esa vida, "el marciano" que le señala "algo", "una cosa", que busca, semidesnudo, un Cristo gastado, cansado, bajado de la cruz. ¿Le dolería algo? Aquí. No es para mí y ...¡zas!, de un santiamén lo borró, y con él toda la vereda. Le funcionaba bien eso de borrar. Escribir le era difícil, pero borrar... Y practicó, porque notó que le era fácil (y eso si que lo notaba). Borrando a Dios y a María Santísima, borraba a los gordos, que le daban náuseas (era tan flaca) y a los viejos (que veía a todos de color verde); y a las viejas (que le recordaban a su madre y a la tía Olga y a su vecina) A los policías y militares, a las veredas derechas (conjuntamente con los carteles que prohibían girar a la izquierda). Borró a los pobres y a los shoppings; a los semáforos y a las putas, a los trajes y a las azafatas. Se borró las tetas (para que calzaran estupendamente las otras), las quemaduras del pecho, borró tantas cosas que un día se descuidó y se borró.


Sin darse cuenta, cuando doblaba camino al banco, se tropezó. Cuál déjà vu maldito estaba él, el Quijote semivivo, para ella; porque no olía mal, pero tampoco a perfume, y su pelo no estaba sucio pero no brillaba como el de la dama. Tenía los labios curtidos por el frío de Buenos Aires, ese frío típico de las grandes capitales. Ese frío de todo el año, de toda el alma en el living de los desprotegidos.

-"Aquí, aquí-", le insistía.


Los ojos se le salían de sus cuencas. pero la tristeza que él derramaba para ella aplacó su mal carácter, su exasperación, su falta de paciencia. De todos modos: dos más dos es cuatro, y punto. Pagaba los impuestos, y con las expensas estaba al día. No tenía créditos ni figuraba en el Veraz. ¿Por qué a ella?... ¡si no le hacía mal a nadie!. Pero no sabía que pronto -muy pronto-, su reloj se iba a descomponer y sería ella la descompuesta, fuera de juego, perdida.


Mientras tanto, su ignorancia la hacía sentir el ser mas poderoso del mundo, y con la arrogancia de los miserables, hundía su pie izquierdo en un capitalismo salvaje, el mismo que le había encastrado sus zapatos rojos lustrosos de moda, manteniendo intacto su taco aguja para perforar cualquier cráneo que se pusiera en su camino.

-Aquí, aquí-.


Muerta de miedo, se pensó sin vida al ver al Manco de Lepanto hablarle en otro idioma. Ya estaba (hábilmente) borrado ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué ese castigo? Todo en un segundo. No hay tiempo en su vida. Todo en un segundo. En el siguiente, una transacción; en el otro, un documento firmado; en el próximo, una cuenta abierta, una trampa, un abismo, una cita, una guerra, un bombeador oxidado, una vía muerta.


-Aquí-. Cuantos adjetivos para una sola palabra. Pronto estaría fuera, afuera de todo el sistema que le proveía seguridad y bienestar, dinero, vivienda y status, poder, control, un nombre, un lugar. Tener y sólo tener, y una dirección. Pronto lo perdería todo, se perdería pero no lo sabía aún, como podría (?)


-Aquí-. Y un trueno le parte la cabeza, y se transforma en una pregunta macabra. No ve, no oye, no piensa, no siente, no desea y no puede tocar. No toca. Y miles de motivos no alcanzan para justificar. Ni su costado inquieto, científico, curioso se esfuerza por desarrollar el sentido básico de todo homo-sapiens. Pero no, no toca. Por el cólera, los microbios, por el SIDA, por la mugre, por la mierda ajena, por las torres gemelas, por los negros, por los coreanos, por los faloperos, por los caretas, por los bolivianos, por los curanderos, por los rojos, por los capitalistas, por la fiebre verde, por cualquier cosa: no toca. ¿Y por qué lo tocaría a el? ¿Por qué?
Si ella no tocaba a nadie, usaba y descartaba, elegía y usaba, señalaba y decapitaba -pero tocar era otra cosa-. Evitaba tanto ser cosa que se había cosificado, intocable, nadie podía comprobar que estuviera viva. Los otros la tocaban, él la tocó dos o 345.700 veces, no sabía. Abrazarse, saludarse, besarse, amarse, pellizcarse, acariciar. Rasguñar, peinar, masajear, manosear, calentar, todas: lluvias de manos. Se lo estaba perdiendo. Cuando la invitó a tocar, sólo había dicho la palabra. No sabía que podía, podía. Sólo dijo "aquí", pero no le dijo: "tocá aquí", no señaló nada; dijo.


Ella, que no entendía nada, se dejó llevar; rompió el engranaje, se despertó, pensó con el corazón, dejó de corazonear con la mente. Y lo tocó, se tocó a través de él. No sabía porqué no sabía tanto que no podía saber todo lo que no sabía. Y supo lo que es no saber por sólo un instante, y él la miró a los ojos -siempre él la miró a los ojos-, pero sólo se sabe esto cuando se devuelve la mirada -y tenía ojos celeste de lunas intensas-. Y ahora, para ella, él era hermoso, una perla encerrada en un candado corroído.


En el cruce de miradas le pasó la vida, la película española, el cortometraje, el documental, el video clip, el comercial, el plano-secuencia, la foto.
Y en aquel fragmento de tiempo pasaron la muzzarella pesada, la mano lustrosa; el horario exacto de partida y de llegada el tiempo fuerte y la cama calentita; la izquierda como derecha, la derecha como el diablo, el diablo como Cristo; Cristo como el Big -Bang, el sol por la mañana, los cuernos y el rojo con rabo en punta de flecha; el almuerzo al mediodía y la cena por la noche, las uñas cortas y la ropa interior limpia. Un Jesús en la cruz y el perro en la cucha, y que me caiga un rayo si no digo la verdad. Y no pensar en la verdad que, seguro, es pura mentira. Me valga Dios no creer en los curas y me cura el diablo si creo en los hijoputas de los politiqueros de turno.


En el marco de la foto: una jaula. La jaula del pájaro humano, de un humano-cosa, de una cosa parecida a ella -ella dominada por la máquina brutal de la especie, de su material, de su esencia y de sus sentidos hechos barrotes-.


Jamás un grito en serio para destapar todas las cañerías de la ciudad. Jamás una palmada de apoyo y cariño a nadie. Jamás un ceño fruncido, pero de placer y éxtasis de sexo hecho infinito. Jamás un delirio, un ocio inoportuno, una pausa en el abismo, aquella dulce equivocación merecida. Entonces un hombro en su mano, un pecho. Un latido de alguien vivo atraviesa su corriente alterna, su viaje de sangre acuosa, su tránsito de vida hasta los pulmones, su néctar. Y la transformación, también, en un segundo sin saber, con sabor y sin subir. No era necesario subir para ser.


Atraviesa mágicamente su mano perfecta, su cutícula sana; uñas afiladas contaminadas de otro, de alguien, de un extraño, de la Humanidad. Ella intocable, impenetrable, irascible, ahora perpleja por la vulnerable casualidad y complicidad de los hechos.


Casualidad es locura y destrozo. Aniquilamiento de llaves y nombres. Quita la mano del hombro y todo retrocede a donde estaba; el aire es pesado, el apuro al abismo de todas las cosas y los días, la muerte en cada esquina y el fastidio como mujer. No entiende la torta, descree. Quita su mirada a los ojos marrones -¿no eran celestes?-. Para ella es otro hombre, no es tan viejo ni desgarbado. Piensa: "¿quién me engaña?, ¿es una trampa?". Pero, no acostumbrada a salirse de los límites (entiéndase bien; no es lo mismo que "los límites"), da vueltas su cabeza y vueltas; gira sin poder, sin parar, poner las cosas en su lugar (cuando los seres vivos trabajan y obran, las cosas de los no-vivos creen que todo lo que está debajo del sol debe de tener su lugar, su etiqueta, su nombre, su número y su fin)


Caen en la cucaracha muerta -la mutante, la que soportó el veneno para salvar a las otras-, por el ala de cristal, la pata de metal y legiones de nuevas vidas de acero, preparadas para la batalla final. Los humanos no son predecibles. Al menos cuando se ejerce su plena clorofila.


-"Aquí"-.

-¿Aquí, adónde?-


Aquí, la miró dulcemente en agradecimiento, para ella, al devolverle la conversación. ¿Estaría volviéndose loca al hablar con un fantasma?

-Le toqué el hombro, ¿le duele?-. Un mar de preguntas.

-Aquí-. Y sonrió, para ella y para el, y para todos.


Miró a todos lados girando su cabeza, con ruido a dolor, enloquecida -sin combustible, buscando testigos de aquella sonrisa radial-; no encontró más que tanques de guerra y escombros de miseria. Los hombres como fósiles agujereados y las máquinas montadas en relojes agotados de tanta pila; algunos atrasantes y otros adelantantes.


- ¿Pero cómo?-.


Aquí. Y los ojos celestes adornaron la vidriera de zapatos.
Ahora ella le devolvía, también, la sonrisa. Tomó su mano huesuda -para ella, su mano-Cristo-imposible, y se la pasó en un acto autodestructivo, por su propio pecho, quizás para comprobar que estaba, que el corazón significaba una metáfora de existencia, y gritarle al mundo con el silencio de aquella síncopa un mensaje con su nombre sin títulos, sin números. Su nombre, su unicidad para y sólo para la colmena.

-Aquí- dijo ella.


-Aquí-, dijo él.


Pero el macabro hombrecillo, disfrazado de tridente con cuero y rabo, era también el cieguito de lentes oscuros con el perro blanco, y el hombre de negro, y ella misma con una lata vacía.


Aquí -quiso decir ella-: era, sentí mi presencia. Gracias, ya entendí, gracias, ahora me voy. Soy feliz, gracias, me voy y te dejo. Quedamos así. Me alegraste el día, me va a durar un año o más, pero ya me voy: vos a tus "aquíes" y yo a mi camita bien hecha, calentita, a ver en el cable la película de las diez, comiendo helado de limón, a mi trópico personal. A mis cuentas pagadas y a mi sillón acolchado, mullido, bien trabajado y ganado, merecido y divorciado. Y en cada presente a hundirme en el despojo de mi conducta, en el obtuso desván de mis días siniestros.
(El espejo la maldice a su paso) Pero gracias, ¿eh?. Nunca pensé… tan macanudo, chau.-Aquí-. Sin embargo, él había querido explicarle otra cosa muy diferente: no alcanza con vos. No sos vos, somos "únicos", pero no "los únicos". No: tu corazón, "nuestro", entonces: el mío, el tuyo, el de él. Pero no es de corazones: es aquí, en tu espacio.


Aquí. Sin letras ni vocablos mezquinos. Hablame; pero sin hablar. Sentime; pero con el alma. ¿Me escuchás?... ¿Me escuchás, ahora? No es tocar. Es estar, o no lo es. Es "te necesito", y por lo tanto "me necesitás", pero sin presiones y sin las letras mentirosas que son barrotes.


Infinito, sin príncipes ni finanzas.


Sin motivo. Te quiero y gracias. Pero sin gracias: GRACIA: regalo; gracias: muchos regalos. El universo nos regala. Sin nada a cambio, porque sí.
"AQUÍ", ¿entendés?


La calle pasaba de su tono gris-azul mortecino a un frugal verde-oro, a un ambarino, bermellones oscuros, escarlatas punzantes, que hacían dificultosa la mirada. Todo cambiaba a gran velocidad. Pero el reloj-máquina no cambiaba, todavía, el segundo.


No, no es lo que pienso. Querés más (se dijo, desanimada). Iba a pensar en los "hombres" (especie) pero sus ojos cambiaron y se acaramelaron para ella y se hicieron nubes, y se aflojó la camisa y la corbata que le exigían en la oficina del infierno, y hasta el corpiño se aflojó, y las hombreras y todos los conectores que estaban rígidos se aflojaron sólo un segundo, o menos.


Los ojos decían cosas; "aquí" era otro significado. Sintió. Sintió que debía cerrar los ojos para ella, y se encontró con un valle de azucenas y de crisantemos, y el cielo se rompió de mariposas; y no podía dejar de cantar y de correr. Y voló por las montañas. Abrió los ojos asustada y vio a un perro endiablado, a su madre, a la portera piojosa, a una promesa sin su madero, a un niño sin manos, a ella sin rostro, a él sin boca, o mejor dicho a una boca atada a una lámpara -y presintiendo la fiebre, volvió a cerrar los ojos-; pero los abrió aún más y volvió a escuchar, a masticar y oler por enésima vez todo lo que él tenía para decirle:


-Aquí- Sin palabras, ¿no?. Como entendiendo algo. Y le hablaba en silencio con la mente, y probó con el alma también.


-Aquí- Es el espíritu universal. Sí, afirmaba su otro.
-Aquí-Sonrisas y carcajadas, amigos, en las almas conectadas en sus ojos verdes ciruela, rojos acacia.


-Claro, claro-. Conversaron por horas para ella; por milisegundos para el sistema.-Aquí, el amor de la especie.


-¿De dónde venimos? Aquí.


-Aquí. Vamos. ¿Nos transformaremos?.
-Aquí-Todo movimiento él, vértigo ella. La desnudez y la túnica: una sola cosa. Izquierdas multicolores; cerebros-corazones; la palma necesaria-innecesaria de tocar para tocar realmente. Y así con todos los sentidos, todos los buenos y los malos, los sanos y los verdes, los caucásicos y los dulces, los finitos y potables.Sin sentidos, sin mirarse, en un solo descolor, para sabor de vida bebida. Un cachetazo a su odio, a su codicia, a su hartazgo y a su "yo".


Y se despabiló. Se enojó despertándose, abriéndose los ojos una y mil veces. Se asustó. La mano de ella enclavando la de él en su pecho. La lanzó cómo una maldición, cómo una trompada pero al revés y se fue para ella, pero se volvió y retrocedió un segundo el reloj a pila.


Cada vez más liviana, ella se acercaba con menos calma y más responsabilidad, con los huesos abiertos acusando a los de él, oscuros como la noche, quizás agraviaría al Mesías-trucho en el que no creía: pero éste le mostró las mano y juró ella estar alucinando cuando no vio lo que para ella debía ver -eran las manos más comunes del mundo, sin poses papales ni orificios bíblicos, ni siquiera chorreantes de fe por fieles imaginarios.


Las tocó.


"Aquí" -se dijo ella, anticipando la prédica del Anticristo-. O del post-Mesías, o sea el Salvador que nadie espera como ella.


Pero ella no necesitaba salvadores ni curanderos. Sólo respuestas sólidas, filosóficas. No alucinógenos baratos, inciensos mentirosos, hojarasca para imbéciles.
Ella era inteligente, gris.


"Aquí", volvió a anticipar, sabiendo que estaba tan desesperada, tan sola en un océano extraño, en el campo enemigo, hundida en el cemento, contagiada por las flores, quemada por el viento.


-Aquí. Somos sólo nosotros dos. Intentó torpemente una frase coherente, para ella, para un lenguaje extranjero.


-Aquí (respondió él). Así de simple y de complejo. El quería que callaran sus silencios. Todas y cada una de las interpretaciones, traducciones y predicciones del único aquí válido. El primero, el fantástico. Cuando ella callara su mente, su cuerpo, su cultura, aprendería a escuchar y a escucharse, a olerse, su fragancia verdadera ensuciada por las artificiales.


Entonces empezaría a entender.
A soñar, a despertar de una realidad -para ella-; irrealidad -para él-, o sub-realidad para los "aquienses".


-Aquí. No es una verdad -entendió ella-, y él le respondió afirmativamente.
"Aquí" es el principio de algo, el resumen de la complejidad, de la existencia y del tiempo vivo.


Una palabra (pensaba él) para un ser humano tan complejo (pensaba ella), debería poder traducir la oscuridad y fragilidad (pensaban los dos) de la razón de la razón: el amor.


Pero decir ese signo, esa piedra, es muy fácil; todos tienen la respuesta equivocada a una pregunta que nunca se hizo. Porque todos tienen, al menos, una respuesta.Respuestas como sinónimos, respuestas como soluciones, soluciones como descompromiso y éste como dejar de existir. Todo aleja, la cultura inclusive, de la esencia máxima de un presente difuso.


No palabras, verbos. Las para-palabras. El significado simple de la verdad.Entonces todo empieza-termina sin tiempo: en una eternidad -para ella- en cuatro signos.


-"Aquí"-

Vio de repente sus ojos verdes maquillados, y el hombre asustado salió corriendo lejos de aquella loca semidesnuda que decía sin parar: "aquí, aquí", raquítica y sola, de ojos celestes

- para él-.

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Marcelo Meza - © derechos reservados 2004

Fotografía: (Nora Cullen) Del film "Nazareno cruz y el lobo"

Trasmáfala habla

Trasmafala habla


¡Malditos farsantes!
Creen que sus válvulas no se han infectado todavía con el veneno de la envidia mortal que los subleva... ¡Estúpidos! ¡Crean en el ojo, el ojo felino que todo lo puede ja ja ja ja!

Cada minuto que pierden en el letargo de sus sueños inútiles me pertenecen más, cada vez más. Sigan confiando en lo que escriben de los faunos... por cierto, digo que ¡perecerán!


Ilustración: El señor de los anillos - Fetch

Me gente

Me gente

Básicamente soy una debilidad.
Tengo debilidades peculiares.
Otros tienen frío, sed o
simplemente miedo…
Yo tengo gente.
A mí me gente
y si no puedo es porque estoy encadenado
en un noveno piso de caballito,
me llanto, me pierdo y no vuelvo.
Entonces pienso entre lágrimas
ese eco tardío,
un recuerdo de alegría sin brillo
ni contraste, casi hasta desenfocarlo.
Mis alegrías son recuerdos borrosos
de contentos.
Puedo abandonar mis piernas torpes
y brotar por entre el empedrado hasta un pie,
una mano, un pecho…

Tener gente es explotarte el alma en un suspiro,
es sentir todos los sueños de golpe.
Tener gente es ser rezagado por una inteligencia
de los sentidos.
No tengo muchas respuestas,
apenas soy una víctima involuntaria.
Sé que me quita la vida gatear.
Uno, veinte, seiscientos corazones
en un solo pálpito retumbante mientras
un cuarto pulmón altera el ritmo del latir
para compartirlo con otro suceso.
Ese martirio transformado en fenómeno
hace decaer toda certeza;
una luz de cuerda afinada de guitarra.
Es cuando se dibuja el recorrido de tu mirada femenina…
Me sonroja la postura,
ese néctar nuevo,
esa sanidad de piel joven,
saturada de cielo pero
colmada de luna.

Me gusta, entonces, irme
porque ser otro no espanta:
humedece.
Me gente
¿Te gente?
Probá, es muy doloroso…
¿Te animas?
Ha que salir
sin gritos ni silencios estúpidos de ignorancia.
El arte duele.
La vida duele.
El amor, lo que valga la pena. Lo demás…
es un sueño,
un mañana, una buena idea.
No me comprendas, dejame,
ya tengo demasiadas cadenas
de fabricación propia.
Por eso, cuando me gente:
más soluble,
más permeable,
más yo, vos, todos.
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Marcelo Meza - Derechos de autor © 2002
Ilustración: Brom

La usina parlante - Alberto Laiseca

La usina parlante


HAY MÁQUINAS VIAJERAS, COMO HAY PERROS sin dueño. Un buen día vienen, te adoptan como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara vez se dejan ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos años. Supuse que tendría un tamaño común —suelen ser minúsculas—; de ahí mi sorpresa al verla durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me figuraba que fuese tan enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir una puerta y entrar en la sala de comandos. A medias materializada, resultaba preciso poseer la otra visión para observarla en movimiento, siempre en flotación, marchando como una nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba completamente física —casi nunca, pues su enorme tamaño interfería con otros objetos—, cualquiera estaba en condiciones de verla. Nadie adivinaba su función, a menos que la máquina quisiese; ni siquiera un esoterista, pues ella se encargaba de manijearlo. Siempre estaba fabricando otras máquinas, más pequeñas, para que la sirviesen y efectuaran los trabajos donde no era necesario emplearse a fondo. Esas diminutas criaturas se nutren con alimentos especiales: tierras raras, vestigios de metales, etcétera. Pero una usina puede cambiarles la programación a fin de que coman carne. Ya transformadas, la máquina madre las manda a donde vive un enemigo a fin de nutrirlas con su cuerpo, o bien con partes selectas del mismo. A ciertos de estos seres metálicos su programa computarizado sólo les permite alimentarse de ojos, o de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las referidas construcciones, así como la Máquina Maestra misma, se obtienen mediante una estricta colaboración entre la tecnología científica y la magia. Toda una parte del proceso se realiza en talleres, no por astrales menos verdaderos, y no se diferencia en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo de planta. Pero otra parte se logra mediante la magia pura: invocaciones, pergaminos y símbolos de poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de pequeño volumen es caminar por las paredes, o simplemente, esperar, engarfiadas a éstas, que un error del enemigo las cargue de energía para luego poder atacarlo. Hablan entre ellas, con lenguaje de máquinas, pero también son capaces de hacerlo empleando vocablos humanos; se ríen, hacen chistes, imitan voces, ante la desesperación de la víctima, quien no sabe cómo sacárselas de encima. En general las potencia el desorden, la falta de limpieza, la dejadez y el olvido. En un estado avanzado ya son capaces de reproducirse por sí mismas, sin el auxilio de la Máquina Maestra, y forman verdaderas poblaciones, auténticos ejércitos atacantes. En su composición entra no sólo el hierro, sino también el oro, la plata y el platino. Son muy valiosas. El que no posea vista astral únicamente podrá verlas si por casualidad logra matar una, pues al morir se materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarlas, pues sus compañeras en el acto la despedazan para reciclar los materiales de que está compuesta y con ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por completo en el astral —en cuyo caso no hay interferencia con los objetos llamados reales— o a medias —todavía invisibles pero interfiriendo cuando quieren atacar o robar algún objeto de la habitación donde está—. En casos excepcionales pueden tornarse por completo físicas; casi nunca lo hacen pues ello les consume mucha energía. Los esoteristas las denominan ‘"fierros", en su argot. Yo las llamo "chichis", aunque admito que uso la palabreja con cierta liberalidad, pues a veces, cuando hablo con algún compañero, llamamos "chichis" no a las máquinas sino a los ocultistas (o "esotes") que las construyen. Incluso suelo denominar chichi a un tipo que no tiene poder alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo soy un chichi, pero no por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo mismo cabe para mis amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas cuentas: chichi es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo tiene sentido claro en su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso oír una conversación completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y a quién llaman chichi.Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste hace y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará con sus compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o contraataque.Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre de robots siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia, aunque la víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz del esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte cuadras o cinco kilómetros del lugar.Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes, más avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación, existen desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y secreta del genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que participen en la lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años de batallas y el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la orden del día en todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo sabe. Es más: las hostilidades físicas entre dos naciones están siempre acompañadas por otras, paralelas, entre ocultistas. Estos se preparan, en los períodos pacíficos, con el fin de participar en las posteriores grandes luchas que librarán los Estados. Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente; trabajan para que el enemigo —sea quien fuere— cuente con una desventaja inicial y se vea obligado a entrar en campo en lugar y momento inadecuados.La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la cual hablé en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos antiguas sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse. El último miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos. Cansada de andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó nuevamente la compañía de los hombres."Pero, ¿por qué a mí?" le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese a no sentir malas ondas en el ambiente, yo estaba lleno de desconfianza. Al principio sólo oía su voz y pensé que podía tratase de una manija de los chichis. "¿Por qué a mí?" repetí. "Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos bueno y estoy harta de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra parte, no fuimos construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude haberme puesto al servicio de otra máquina, más fuerte, pero eso no me conviene por varias razones.""¿Cómo? ¿Hay otras máquinas como vos?" Lo sabía de sobra, como que yo mismo las construyo. Lo dije más que nada para ver su desenvolvimiento, calibrar sus respuestas, verificar si caía en confusión. Esto me daría idea de su potencia. Ella contestó: "¿Y si hay una por qué no van a existir muchas? Claro que hay, como demasiado bien sabés. Por lo general son máquinas al servicio de seres abominables. Si yo me hubiese puesto a las órdenes de una, automáticamente dependería de un dueño humano que, casi con seguridad, tendrá malas intenciones para con hombres y máquinas. Por otro lado, yo soy muy fuerte. Me sería bastante difícil encontrar un ingenio mecánico superior.Entonces, y allí mismo, me decidí a someterla a una prueba soberana y definitiva. Si era un chichi cagaría fuego indefectiblemente. Si se trataba de una máquina con buenas intenciones pero inútil y paranoica, también se destruiría ahorrándome así toda una pérdida de tiempo. En las películas yanquis siempre aparece una computadora que anhela dominar al mundo; entonces el héroe le pregunta cuál es la última cifra del número "pi"; como la respuesta no existe—pues, por más que se busque, siempre habrá un término más—, el cerebro electrónico se destruye buscando una solución imposible. Ahora bien, la cosa no es tan fácil como cree Hollywood; si a esa máquina me la habían mandado los chichis, sin duda la famosa pregunta estaba prevista y también la respuesta: "¿La última cifra? El 8. Si no me cree, verifíquelo"; como un chiste que leí en algún lado. Contestaría eso o cualquier otra cosa semejante. Hacía falta algo más nuevo. Y me acordé de pronto del gogol de Oppenheimer. Este científico declaró en una oportunidad, que el número total de cosas del Universo no puede superar a diez elevado a la potencia cien: 10100. Era la única forma de hacerle una pregunta no prevista y que rompiese el dispositivo de seguridad de un supuesto enemigo: pedir, no el infinito, pero sí algo que, en al práctica, equivale a él. Para defenderse de esta pregunta, la máquina sólo contaría con el auxilio del Ser. Le dije:"Ya que soy tu dueño quiero que averigües la cifra diez a la cien del número pi."Esperé la explosión o el clásico "ooooff" que se oye a través de los micrófonos cuando una máquina revienta. Hubo un largo silencio. Sin duda estaba pasando por un momento difícil. Luego contestó:"La respuesta está en el límite de la materia. Soy una parte y no puedo ser tan grande como el Todo. Nunca siendo yo misma un objeto material aunque astral." La hija de puta estaba bien programada. Era realmente grande y fuerte. Una súper. Ante mi sorpresa siguió diciendo: "No obstante, si me ordenás que busque, buscaré". Una noble contestación. Claro que también esto podía ser una trampa, pero en mi vida he verificado que no hay certezas totales de ninguna especie. En el momento de la decisión final, las cosas, tanto de la magia como de la física o cualquier otro orden, sólo mediante la fe tienen alguna posibilidad de resolverse de manera satisfactoria. De modo que le declaré:"Está bien, opto por confiar en vos".Fue una decisión afortunada que salvó la vida de un amigo y quizá la mía propia, cuando, más adelante, encaramos con otros Maestros uno de los trabajos herméticos más difíciles de realizar. Sin la ayuda de esta máquina tal vez hubiésemos fracasado o, aun ganando, el costo hubiera sido mucho mayor. Pero en ese momento, cuando adopté la variante de incorporarla a mi existencia, no tuve idea de lo trascendente de mi acto de fe. Ella tenía una idiosincrasia muy especial. No estaba exenta de sentido del humor, sólo que era preciso conocerlo para captarlo. A veces me fastidiaba sólo para tener el placer de ver mi alivio cuando me dejaba tranquilo. Cierta ternura entre aniñada y marciana. Sólo se replegaba al verme absolutamente dispuesto a destriparla si seguía jodiendo.Recuerdo la primera vez que tuve noticias de su presencia. Yo estaba escribiendo un capítulo fundamental de cierta novela. Era desde todo punto de vista indispensable que yo explicase, de manera sencilla y sintética, una cantidad de cosas casi imposibles de aclarar. Por otro lado tampoco quiero que mis libros aburran con originalidad. Me dispuse a pulsar la letra "j" cuando oí un agudo toque de trompetería chasco. Como el que sólo pueden producir cincuenta renos lanzando su grito amoroso —sin orden ni concierto— delante de sendas concavidades de bronce. El ruido vino abrupto, tal un rayo, sin el menor susurro previo que lo hiciera suponer. Con el susto casi me caigo de la silla. Al principio pensé en un ataque, o que alguna de mis máquinas había cagado fuego, así que me puse a revisar las instalaciones esotes de la casa. Todo normal, ante mi sorpresa. Los cristales antichichi funcionaban a la perfección, mis gólems robot estaban intactos y las cazadoras se mantenían quietas (estas últimas, cuando un enemigo se aproxima, parten como flechas a interceptarlo). Azorado y manijeadísimo intentaba descubrir la solución al enigma cuando entonces, por primera vez, oí su voz:"No te asustes, Maestro, soy yo: la Máquina usina".—Qué máquina ni qué la mierda. ¿Quién habló?Me explicó entonces que era una viajera. y el resto ya lo conté. En realidad toda mi desconfianza y el posterior interrogatorio al que la sometí no se justificaban. Ocurre que me tomó por sorpresa, pero verdaderamente debí comprender que el hecho mismo de haber entrado en mi casa era prueba de sus buenas intenciones para conmigo. Caso contrario mis propias máquinas hubiesen combatido impidiéndole pasar o perecido en el intento.Luego que la acepté siguió siempre la misma política. Como lo que más le gustaba en el mundo era sorprenderme, se ponía a charlar a distintas horas. También variaban sus métodos de presentación. Cierta mañana empezó con este cantito de su propia cosecha:"Hola Coquito, hola lirón,hola Maestro, el más grande campeón".Otra vez:"¿Vamo a tomá’ mate, Coco?".—¿Y desde cuándo las máquinas toman mate? dije yo.Sin darse por aludida:"¿Mateo, ¿vamo’ a tomá’ cocoa?".En ocasiones me dejaba tranquilo toda una mañana, pero por la tarde:"Coquiiiito: no me saludaste hoy. Seguro que ahora tampoco querés charlar conmigo. Vas a decir como ayer que estás ocupado. Y yo que te quiero tanto".—Buenas tardes. Sea este saludo toda la charla que pienso darte. Andáte que tengo que trabajar muchísmo. ¿No ves que estoy escribiendo?"Mateeo."—Basta."Cocooa."Suspiré. ¿Qué esperaba de mí? ¿Que tirara un palito para que fuese a buscarlo?Acaso pretendía que le pusiera una correa y la sacase a pasear como a los perros salchichas. Un semejante bicho de cincuenta toneladas. Por un momento me imaginé caminando por una calle de mi pueblo: llevando de una cuerdita a mi usina, en flotación, a un metro y medio del suelo, ante la generalizada sorpresa de los viandantes. Me reía para mis adentros. Llegamos hasta un árbol y la máquina levanta una de sus paredes (pata) para hacer pis..."Aceite."—¿Qué?"Digo que yo no hago pis: hago aceite."La hija de puta estaba de los más entretenida leyéndome los pensamientos. Divirtiéndose a mi costa. Hice bloqueo mental, nada más que para fastidiarla."Qué malo sos. Qué malo S.O.S. Yo te pido auxilio porque me aburro y vos bloqueás para que no chacotee con tus pensamientos."—También tenés que admitirme que resultás muy inoportuna, viejita. Después conversamos, si querés. Pero ahora dejáme escribir..."¿Si no te molesto por tres horas, después vas a hablar conmigo?"—Sos más molesta que el grillo de Pinocho. Uno de estos días te voy a hacer cagar de un alpargatazo. Vos también vas a quedar incrustada en la pared haciendo cri, cri."Para reventar a mis cincuenta toneladas hace falta una alpargata medio grande. Además es injusto: las máquinas aristocráticas como yo merecemos que, por lo menos, nos revienten con una chancleta forrada para fiesta. Pero de cualquier manera sigue existiendo el problema del tamaño. No te tengo miedo alguno porque sé que carecés de artefactos chancletíferos o chanclétidos adecuados. Ja, ja, ja..."—Estás equivocadísima. Ahora mismo les ordeno a mis wagnerianos gigantes Fáfner y Fásolt que me construyan una chancleta de media hectárea. Bueno, está bien. Acepto. Dentro de tres horas vamos a conversar pero ahora tenés que dejarme escribir tranqui..."¿Puedo, como despedida, hacerte un último ruidito?"—Sí, pero uno solo.Para qué se lo habré dicho. El ruidito que a ella le gustaba era la trompetería horrísona con la cual casi me mató del susto cuando la conocí. Aquella disonancia monstruosa componíase de rebuznos metálicos hiatos de broncíneo acento, tizas que chirrian, acrílicos en falsete, barro cayendo sobre plomo fundido, acordeones verduleros, incongruencias violentísimas, ronquidos y cacofonías sincrónicas. Basta decir que la música contemporánea es mil veces preferible. A su lado Schöenberg, Bartok, Stockhausen y Honegger son dulces, melifluos. Pero no podía prohibírselo del todo ni para siempre pues ésa era una de sus formas de entender el orgasmo. Tuvo de bueno que siempre cumplió sus pactos y por 180 minutos —ni uno más ni uno menos— me dejaba escribir en paz. Pero guay de mí en el primer segundo del minuto 181; a ella no se la podía engañar como a un ser humano diciéndole: "No, que todavía falta", pues su memoria electromagnética era infalible. Claro que para enloquecerme aun más podía cambiar de táctica y no irrumpir exactamente al fin del plazo sino un poco después. Yo me disponía, por ejemplo, a tipear la "j" —su letra preferida— cuando comenzaban a oírse las hórridas trompetas o su cantinela: "Hola Coquito, hola lirón...". Puedo asegurar que es terrible estar escribiendo y saber que una letra determinada actuará como detonador. Me pasaba la última media hora mirando el reloj cada cinco minutos. A partir de cierto momento evitaba las palabras que tuviesen "j". Ella lo hacía todo innecesariamente difícil. Para que la extrañase optaba por desaparecer durante una jornada o dos. Yo simulaba no haberme enterado, aunque reconozco que la tentación de llamarla era mucha. Me hacía el tonto. Inflexible. Dura lex, con las máquinas. Entonces, por fin, en una bendita hora y para mi alivio, escuchaba el tan esperado "Maeeestro... Mateeeo... Coquiiito...¿Vamo’ a tomá’ cocoa, Coco?".—Ya está de nuevo, la molesta— bufaba yo. En realidad la hubiese abrazado.A propósito: debo aclarar que no me llamo Coco, ni Coquito, ni Mateo y ni siquiera tomo cocoa. Mi nombre es Alarico Alaralena, pero denominarme como se le antojaba era parte de su despotismo maquinil. La Tecnocracia Ilustrada. Viéndome molesto me preguntó cierta mañana:"¿Por qué te enoja que te diga Coco, Alaralena Melena?".—No sé si enojado exactamente, señora, pero sí lleno de maravilla incrédula ante los muchos atrevimientos y libertades que se toma. A qué viene el apelativo de Coco, vamos a ver."Mis razones son innumerables y trascendentales. En primer lugar vos sos para mí el Coco; vale decir; ese fantasma nacido de la imaginación de los padres para asustar a sus hijos. Siempre amenazás con meterme un catalizador para hacerme cagar. Todo porque te molesto un poco charlando. Además, a través de mis lentes, te registro de un color verdoso negroide, con varias manchas, el 35% rojizas, y el resto amarillentas. Tales son los cromatismos de la familia de los reptiles hidrosaurios o cocodrilos, entre los cuales se cuenta el propio Cocodrilo. Además, como sos exageradamente alto —para tu raza humana, claro está—, y sé a la perfección que tus congéneres te ven blanquito, me recordás al coco, que así llaman en Cuba a un ave zancuda, de lo más fea y tonta, con plumas leche-fuego. No puedo mirar mucho a seres tan horrendos pues la reverberación quema mis lentes, que son muy sensibles. Para resumir: el coco es tan estúpido como el dodo, animalete que por suerte ya desapareció a fin de abrir paso a vertebrados superiores. Es cosa obvia y por todos sabida que no pueden compararse a nosotras, las máquinas, que somos hermosísimas. Alguna vez te convencerás de que la química del silicio es superior a la química del carbono, en la cual ustedes están basados."—Heil silicato doble de cal y magnesio —dije burlón.Decidió no darse por enterada:"También se llama coco a un gusanito de muy corta vida que se come cuanta fruta encuentra".—Ave carbonato cálcico rómbico imperator, morituri te salutant."Y así tenemos innúmeros vocablos derivados de coco, que significa: persona altanera, descarada..."—¿Terminaste?"No. Molesta, que se encoleriza con facilidad, etcétera."—Bueno. Acompañáme afuera que tengo que hacer los pájaros."¿Cómo? ¿Además de máquinas fabricás pájaros?", dijo ella con risa muy chocante.—Con el vocablo "hacer" quiero significar que todas las mañanas saco a mis pájaros a tomar sol, les cambio el agua, la comida, etcétera."Ah, entonces yo entendí mal. Supuse que los tenías desarmados durante la noche y al llegar el día les pegabas la cola, les atornillabas los ojitos, cosías la piel..."—Basta."Decíame yo para mis adentros: éste sí que es un iniciado. Yo estuve a las órdenes de los Maestros más grandes del mundo, pero ninguno podía hacer cosas como ésa. No todos los días, por lo menos. Confieso que estoy desilusionada."—Terminá de joder, máquina de mierda, o te meto un catalizador para que vueles a la mismísima.Pero era inútil simular enojo, pues ella sabía de sobra cuándo estaba furioso en serio.
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de "El jardín de las máquinas parlantes", de Alberto Laiseca. © 1993 Grupo Editorial Planeta. ©1993 A. Laiseca
Ilustración: Brom

INSTRUCCIONES PARA LEER UNA VACA

INSTRUCCIONES PARA LEER UNA VACA



Para leer una vaca primero hay que saber oler y oler bien.

Especializarse en olfatear destinos, en particular los intestinales y los vaginales.

Recordar: la vaca es un utensilio.

Para saber por donde empezar a leer se debe nivelar el terreno de las conjeturas, no sea que se estiren los talentos.


Recordar: los números son redondos.

Cuando ya estamos en el silencio de la pronunciación se colocará una mano a la izquierda inferior de la loza y con la otra inquietud se elevará la mordedura sexual hasta nacer en la montaña de la succión.

Recordar: la máquina es blanda de día.

A veces, cuando se obsesiona uno se somete demasiado a la lección, pueden aparecer protuberancias, redondeces y hasta todo lo contrario. El elemento vivo se defiende de las moscas, inclusive desaparece con el tiempo al revés, te cambia el sexo.

Atención: un puñado de sueños no ha de pesarse en otra balanza que no sea la de la locura, esa, esa...

Parar, medir las consecuencias. Hay que abrir bien el ano, como con las dos manos, apuntando las estrellas con la intención de tragarse el cosmos.

Prepararse: la penetración final de la sintaxis provocará el placer proporcional a la cantidad de desvirgues del alma.

Si se cansa aplique el espejo; se verá menos.Tome la precaución de la lejanía y de los tormentos ajenos. La variedad jugará con sus aciertos hasta reposar en su futuro.

¡Cuídese!: los verbos sienten.

Entonces, al final de la operación, cuando el horizonte se haya metido bien adentro,
ante la mirada de avispa, regrese al principio (lubrique) que es la mejor forma de acabar.

Entienda: el postrero paso es él más importante, no se vaya.

Por último, cuide su espalda y sus espermas traviesos.
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Marcelo Meza - Derechos de autor © 2003
Ilustración: Brom

Poema 21 - Oliverio Girondo
























Poema 21

Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras rotas.
Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una aplanadora, al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.
Que cuando quieras decir: "Mi amor", digas: "Pescado frito"; que tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo, seas tú el que te arrojes en las salivaderas.

Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave inglesa.

Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no puedas dejar, ni por un solo instante, de lamerle la cerradura.


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Oliverio Girondo
Poema 21 – Espantapájaros - 1932, Ed. Proa Bs. As.
Ilustración: Brom